Cuando Betsabé Espinal se fue a dormir la noche del 11 de febrero de 1920, cargaba sobre su espalda y enredado entre sus manos el cansancio agobiante de una jornada de doce horas hilando fino.
Con 24 años, los días se le escapaban a Betsabé al interior de una prestigiosa compañía de textiles, en Bello, Antioquia, junto a cuatro centenares de mujeres solteras, como ella, y de algunos hombres.
La noche de ese miércoles parecía otra más entre el letargo en que se sumían los pasos descalzos de esta mujer y sus compañeras, día a día, jornada a jornada, hilo a hilo.
Sin embargo, no lo era: Betsabé no lograba conciliar el sueño, a pesar del agotamiento que le traspasaba finamente las muñecas, como una aguja a una seda.
Como un búho en medio de la noche, los ojos de Betsabé se mantenían impávidos, pese a la gravedad de sus pensamientos.
En su cabeza, maquinaba el momento preciso en que su voz se estrellaba como un trueno contra las puertas de la pujante fábrica de textiles en la que trabajaba, invitando a sus compañeras al desacato, a la rebeldía, a la desobediencia.
Y estaba mal. A los ojos de sus capataces, estaba mal. A los ojos de don Emilio Restrepo Callejas, dueño de las máquinas de coser, de los hilos y del piso sobre el que se posaban los pies descalzos de cuatrocientas mujeres trabajadoras, estaba mal.
Lo mismo opinaron el cura y los parroquianos, las esposas de sus compañeros de trabajo y la sociedad conservadora a la que su actuar desafiaría con tesón.
Pero estaba bien. Betsabé Espinal no se levantó de su cama la mañana del 12 de febrero, hace un siglo, con el arrebato de desafiar todo aquello que dictaban las convenciones sociales de su época por mero capricho.
Esta mujer trabajaba doce horas al día, junto a sus compañeras, por la mitad del salario que recibían los hombres de la fábrica; descalza, por norma de la empresa, y bajo el acoso de propuestas indebidas, por la complicidad cultural que le permitía al hombre abusar de su posición de poder.
Así que la voz de Betsabé se alzó, durante 21 días, en coro con la de Teresa Tamayo, Adelina González, Carmen Agudelo, Teresa Piedrahita y Matilde Montoya, para reclamar una porción de aquello que los ilustrados franceses del siglo XVIII denominaron como igualdad.
No se oyeron nunca pretensiones de prebendas, exenciones, caprichos o resabios, solo las palabras de cientos de mujeres que aspiraban trabajar diez horas al día, con calzado en sus pies, en un ambiente de respeto y por un sueldo equiparable al de sus compañeros.
Finalmente, el 4 de marzo, don Emilio Restrepo, luego de la mediación de las autoridades locales y del arzobispo de Medellín, accedió a atender los reclamos de sus empleadas, que para ese momento contaban con un inesperado apoyo de cientos de personas.
Cien años después, poco podemos decir de Betsabé, más allá de este relato. No obstante, como cada 8 de marzo, celebraremos este domingo el día de la mujer, debido a una historia de gran similitud, protagonizada, doce años atrás de la huelga en Bello, por quince mil mujeres en las calles de Nueva York.
Por eso, la invitación hoy es a celebrar este día como una ocasión especial dedicada a las mujeres, en una fecha que se ha convertido en un espacio para brindar un detalle o una experiencia, pero sin pasar por alto el sentido originario de la celebración: reivindicar el derecho a la igualdad.
Hoy, como hace cien años, persisten marcadas inequidades en el campo laboral hacia las mujeres, que como sociedad debemos reconsiderar, por el bien de todos.
En WorkUniversity creemos abiertamente en el potencial y en el talento de la mujer y aprovechamos la ocasión para desearles y desearnos éxito en todos los espacios en los que demostramos, día a día, nuestras habilidades y nuestra capacidad para escribir una mejor historia para la humanidad.
Como Betsabé, no cerremos los ojos en la noche sin creer que a la mañana siguiente podemos cambiar el mundo, porque podemos.
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